"Pinturas, Grabados", 1990, Tomás Eloy Martínez
Pinturas, Grabados
Hay dos clases de artistas: los que obedecen al mandato de un mundo único en el que entierran sus ojos y dejan arder sus sentimientos, como Van Gogh; y los que aletean en muchos mundos a la vez, alimentándose con el agua de los cambios y el pan de las sorpresas, como Picasso. Pero tanto a los artistas de la mudanza como a los artistas de la fijeza se los reconoce por su perpetua fidelidad al ser lo que son. Nunca se traicionan: van de una técnica a otra, de las acuarelas al grabado, de las cerámicas al acrílico, y el ser que son está siempre dando vueltas en torno de las mismas obsesiones y de las mismas verdades.
Isabel de Laborde pertenece a esa raza: la de los artistas que imponen el sello de su ser profundo a todo lo que hacen. Quien se acerque a sus grabados descubrirá paisajes sin principio ni fin, donde los bastiones negros de las hojas tienen el ritmo de los antiguos himnos sagrados y donde los bueyes, los zorros y las sangres fluyen “tendidos en el ombligo de la tierra, hundidos en un encierro de turquesas”, tal como decían las canciones toltecas desbaratadas por Hernán Cortés.
Y quien entre el cuerpo ritual de sus óleos y acrílicos despertará con los mismos estremecimientos, preguntándose: ¿de cuál río de los sueños han surgido esos cóndores terribles como el dios de la guerra? ¿En qué umbral perdido de la realidad habitan los hombres lunares, violadores, piedras del tiempo y rayas del agua que Isabel de Laborde ha capturado con una luz que parece de otro mundo?
Nadie puede atravesar impunemente los aguafuertes y aguatintas de Isabel, así como nadie seguirá siendo el mismo cuando trasponga la frontera de sus pinturas azules, terrosas, púrpuras, porque quien haya leído el misterio de sus signos sentirá que ellos son tan perturbadores como la escritura emplumada de un dios azteca.
Isabel de Laborde ha tejido en estas obras, con un hilo único, la respiración infinita de un mundo múltiple. Su reino está hecho a la vez de mudanzas y de fijezas. Pero lo más extraño es que no sólo se trata de un reino en el que se puede reconocer a cada paso su voz personalísima, sino donde también se reflejan los remotos sueños que cada uno de nosotros arrastra sin darse cuenta.
Tomás Eloy Martínez